lunes, 12 de septiembre de 2016

A veces me gusta ver las pedas de lejos y verme a mí de cerca

YO ERA AMANTE DE UNA CIUDAD. Y fue la ciudad más chingona para crecer.  Yo no nací ahí y en un fin de semana de octubre del 2002 decidí que tenía que adorarle. Para el marzo que le siguió ya tenía mis maletas y mi perro ahí. A diferencia de los locales, siempre me pareció una mamada su chango del avenida del 57, no conocí al famoso Don Patines y las nieves de mantecado de la Mariposa siempre me parecieron bien pinche sobrevaluadas.

Empecé a crear mi ciudad, mis rutas, mis calles. Está, por ejemplo, 5 de Mayo donde entraba al Wicklow diciendo «ya me esperan», cruzaba entre borrachos, pasaba la mesa de billar y aguantaba las ganas de miar frente a un póster de Goethe que hablaba mal de los hombres. Hacía pipí y regresaba al coche de Lalo, con quien recorría la ciudad bebiendo cerveza y escuchando banda.  Él hacía en los arbolitos. Está también las bancas frente a la Cruz donde en ese octubre le marqué al Huevo y me contestó «carnicería el buen trozo». Y ahí cerca, el andador lleno de gente donde tuve la mala idea de llevar a un Gazpacho más histérico de lo que es ahora y que se agarraba a mí como chango de la Avenida del 57. Están todas sus plazas y los conciertos gratis que ahí viví.  Desde Aleks Syntek (iba pasando, me agarró la multitud, me torcí el tobillo, me obligaron a quedarme), pasando por Inspector, Jumbo, Jazz mojado y canadiense, Lila Downs y a la Sinfónica con el Mariachi Vargas, concierto en el que lloraba y lloraba y no sabía bien porqué tanto drama patriotero (unos días después me enteré). Están las cantinas en las que comía con Osvaldo, sólo porque yo estaba desempleada, él descansaba los viernes y había botana picosa y cerveza. Y el super Q de Universidad, donde me detenía a comprar cerveza cuando mi familia de salsa catsup me sacaba de la cama y por messenger me decían «ponte cualquier cosa, sólo estamos nosotros y hay tequila».  Y los miércoles en la mañana del Museo de la Ciudad donde conocí a Ricardo y a Coatl y comenzó toda una etapa de mi vida que adoro y que nunca me esperé. Tenía suerte de trabajar en cerca del Cimatario y poder ver la ciudad hacia abajo, donde a veces había nata de mugre y otras azul inmenso.  Ahí donde conocí la agilidad, quité los cubículos godínez y armé un gallinero donde Alberto y yo quisimos cambiar una empresa y terminamos cambiando nosotros y a unos cuantos más que nos siguieron la corriente.

Fue en diciembre de 2014 cuando La Castellana, la cantina en la que fue la fiesta de nuestra boda, cerró.  Cada vez que pasamos por Universidad de camino al centro, volteábamos al lugar y decíamos ¿Ya abrió?. No, no ha abierto. Estamos a punto de cumplir un año que nosotros ya no pasamos por ahí. Ahora intento amar a una ciudad que necesita de la influenza porcina u otra bacteria zombi para estarse quieta.

Un viernes de no hace mucho volví a Querétaro de visita. Me colaron a una fiesta de la editorial Planeta y la barra libre gratis ya había hecho estragos en mis amigos y demás fauna literaria que bailaba reggaeton. Yo estaba sentada sola. No sólo porque no me gusta dale, sino porque a veces me gusta ver las pedas de lejos y verme a mí de cerca. Durante el día había recorrido el Cimatario, el Museo de la Ciudad, el SuperQ, las plazas, el Wicklow y todas las imágenes de mi vida ahí se apachurraban en mi corazoncito.

De pronto, el DJ cambió de ritmo: Café Tacuba.  Los pinches Satelucos me regresaron al Periférico, a los coches que pitan desesperados, a mis perros en Polanco y a mi lugar preferido del mundo chilango: el City. Brincaba como chilango en el paradero de Chapultepec cuando comenzó Ingrata.  No quedó más que cagarme de la risa y gritar:
♫♫♫ ¡¡¡Ingrataaaa!!!, aunque quieras tú dejarme
los recuerdos de esos días
de las noches tan obscuras tú
jamás podrás ¡¡¡borrarteeee!!! ♫♫♫

1 comentario:

Anónimo dijo...

OWWW mi Querétaro tan bello...