martes, 8 de marzo de 2016

De terrremotos y viejitos weones

En mi cartera traigo un retrato de un viejo raboverde ochentón que me ligué una tarde en una cantina de Santiago de Chile. Rodolfo –así dice el retrato que se llama– estaba borracho cuando yo llegué y me senté a su lado.  Yo no lo puse así de ebrio.  Tampoco elegí sentarme ahí.  “Fue el destino”, dijo él en algún momento mientras intentaba tomarme de la mano.


Si necesitan algo, tienen hasta la una para pedírmelo porque voy a salir al centro, sentencié unas horas antes.  Había llegado a Chile tres días atrás y no conocía más que las cuatro cuadras que caminaba del hotel a la oficina, ubicada en una zona ultranais, con edificios de mil espejos, árboles en aceras limpias y la versión chilena de godínez en bicicleta.  Era una zona polanquera desde donde se veían los andes y cuyo máximo valuarte era un edificio altísimo de esos que diseñan los arquitectos con issues relacionados al tamaño y las formas fálicas.  Por la noche, un avión me regresaría al invierno mexicano y tendría que guardar mis vestidos durante seis meses más.


A la una y media, y después de indicaciones superexactas de cómo transbordar en metro por parte de mis coleguitas, llegué a La Piojera. En realidad, mi destino era un mercado de comida, pero apenas salí de la estación del metro un letrero que decía «cantina» y un olor ácido entre pulque y cerveza hizo que me dijera a mí misma: diaquísoi.


En la barra, un mulato llenaba de líquido una docena de vasos de plástico enfilados que en su interior tenían algo así como nieve.  Traía las mangas rojas de su camiseta apretujadas en los bíceps y cargaba un bidón rojo con pico negro de algo que asumí que era vino blanco color güiski. Imaginé que el vino ese no era muy fino ya que el mulato no le importaba regarlo sobre la barra madera, parecía más bien estar regando gasolina para incendiar el lugar. Lo ví pasar una franelita roja pestilente y botarla en una cubeta. Estuvóseme a punto de ocurrir si acaso reciclarían el vino blanco color güiski, pero preferí suprimir la imagen del negro retorciendo el trapo aquel.


¿Qué es?, pregunté. Es un Terremoto, me contestó con el clásico enfado de esos que están hasta el pico que haya turistas weones que se meten a los lugares que son para ebrios locales.  Deme uno así rosita, contesté.  Y un sánwish de pernil, por favor (siempre digo por favor, por más que me bienodien).  Si quiere sánwish váyase pa’llá weona, me contestó.  ¿A dónde?, pregunté.  Allá a esa mesa, ahí se lo llevan, weona.  Al parecer, en la Piojera no le pagan al cantinero por convivir.


Así llegué a la mesa de los solitarios, los ebrios abandonados, los que lloran con los Tigres del Norte y toman de a poquitoporqueseacaba.  ¿Está ocupado acá?, le pregunté al viejito cuya raborverdescencia aún desconocía. Él susurró algo y se levantó de la banca de madera que compartiríamos.  Se quitó con una mano el sombrero y con la otra me hizo la seña internacional de aplásteseai.


Rodolfo me dijo que se llamaba Rodolfo, que era ferrocarrilero y que estaba ahí porque recién había renunciado a su trabajo porque esas chingaderas no se las hacen a él.  En realidad no dijo chingaderas y lo que acabo de escribir me lo dijo a lo largo de 20 minutos porque entre que el acentito chileno tiene su cosita que al final no se entiende, entre que el ruco casi no tenía voz y entre que estaba bien pinche ebrio, tenía que repetirme varias veces el cuento.


En lo que llegaba mi bebida, me puse a mirar alrededor. Era una cantina tradicional sin duda, con diversidad de parroquianos locales: las chicas de pelo largo y el cráneo rasurado de los lados. El chico con rastas y aretes en la cara.  Las seños de pelo corto que no se descuelgan el bolso. Los viejos canosos con tirantes. Y un sheriff con todo y estrellita. Y como en buena cantina todos se ignoran en un momento y después se miran para brindar.


Había un mural con una escena de felicidad alcohólica en el que la guitarra, el acordeón y el cantinero chimuelo no faltan.  Las figuras están rayoneadas con esas firmas en las que los amantes y amigos fechan un día especial.  Sobre una puerta están escritas las bebidas: chicha y vino, caña y medio pato, botella de lts, jarro doble, embotellado. Y del otro lado: Sta. Carolina, Sta. Rita, Sta. Emiliana y San Pedro, y si no fuera por el famoso Concha y Toro, habría pensado que era el santoral de la semana.


¿Y estás casada?, me dijo el viejo. Supongo que a los ochenta no se tiene mucho tiempo que perder.  Sí, le contesté.  El viejo no pudo disimular su enojo y dio un trago grande de su bebida.  Y tu marido, ¿Dónde está? ¿Por qué no está aquí?, le expliqué que yo estaba ahí de trabajo, que él se había quedado en México.  No deberías viajar sola, decretó.  He viajado sola por muchos lados, contesté altanera. ¿A poco dejaste a tus hijos? No tengo hijos, respondí furiosa. El ruco estaba comenzando a pasarse de la raya. Supuse que mi mirada asesina lo iba a hacer guardarse sus machicomentarios. ¿Y por qué no tienes? ¿Quién no puede, él o tú?


¿Dónde está mi pinche Terremoto?, grité.  Pero mi grito fue apagado por una guitarra y un acordeón y eso que dice: Ya está cerrada con tres candados y remachada la puerta negra porque tus padres estan celosos y tienen miedo que yo te quiera.  El mulatito me trajo por fin mi Terremoto.  No lo he dicho aún, pero estábamos a 38 grados, estaba emputada y sin alcohol.  Así que cuando sentí el dulzor del primer trago, envalentonada le dije: Porque no, porque no quiero.  Porque las mujeres decidimos si queremos tener hijos o perros.


Pues creo que estás mal –dijo el viejo sin inmutarse–. Con todo respeto, estás mal. –Añadió.


Decidí tomar mi Terremoto y dejarlo hablar.  Rodolfo prosiguió con su alegato durante los 20 minutos siguientes que duró el Terremoto.  Me contó una historia en la que su cuñado abandonó a su hermana con la primera que se le atravesó, porque su hermana era estéril y no pudo tener hijos.  Y lo entiendo, yo también la hubiera abandonado, dijo con seriedad. Pedí la Réplica de mi Terremoto.  Siempre es más fácil seguirle la corriente a los borrachos cuando se está ídem. La Réplica estaba más friíta, como que tenía más nieve y se sentía una malteadita muy sabrosa y diferente a lo demás. Entonces el trío norteño comenzó Mujeres divinas y como si fuera una provocación, Rodolfo comenzó a despotricar contra todas las mujeres y sus dos exesposas que lo habían abandonado. Y ya encorvado, dijo algo sobre el hijo que se le murió.


Supongo que fue la Réplica, pero se me movió el piso.  Y sentí un poco de simpatía por el ruquito.  Seguro que vivió momentos cabrones durante la dictadura.  Quizá las mujeres sí le jugaron mal. Quizá y no es fácil ser ochentón, vivir en el Chile moderno y encontrarse con extranjeras que dejan al marido en otro país y no tienen hijos.  Le sonreí y fue cuando me dijo: Dame tu retrato. Yo le dije que no tenía ninguno conmigo.  Él me regaló el suyo y volvió a insistir: Dame tu retrato, ya te di el mío. Por alguna razón que no entendía (debido a la ebriedad y por la diferencia cultural), al parecer todos los chilenos deben cargar con un retrato suyo.


No tengo un retrato mío, le dije tratando de ser más amable.  Rodolfo tomó de un jalón el trago que se había estado chiquiteando, se encorvó y bajó la cabeza.  Los párpados pellejudos cubrieron esos ojitos neblinosos, se quitó el sombrero y se dejó caer sobre la mesa.  Los huesos pegando contra la madera me recordaron al sonido que hacían los huesos de Wilby, mi perro viejo y medio ciego cuando exhausto, se dejaba caer al piso.


Entonces Rodolfo  empezó a roncar.


Pedí la cuenta y cuando sacaba los pesos chilenos de la cartera, me encontré un dibujo que me hizo mi sobrina en el que traemos tiaras y estamos tomadas de la mano.  Busqué una pluma en mi mochila y le escribí con marcador morado: Esto es lo más cercano que tengo a un retrato, Rox.


Por la noche y como estaba planeado, volví a México, al frío, al tequila, a mi marido.  Un viernes de algunas semanas después, mientras buscaba dinero para pagar unas quesadillas -sin queso- en la esquina del gondín feliz, la foto de Rodolfo saltó de mi cartera y cayó al piso.  Me agaché para recogerla y cuando volví en pié me sentí mareada. Terremoto, pensé.


Pero ni un vidrio de espejo crujió en los edificios, los godínez no corrieron gritando a las zonas seguras, tampoco sonó la alarma aulladora que avisa que hay un terremoto en las costas.  Ví el retrato entre mis dedos y sonreí pensando: ¡Salud, viejito weón!




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