domingo, 9 de mayo de 2010

Buscando vendedoras de caricias en San Juan del Río

Mis colegas y yo partimos rumbo a San Juan del Río en búsqueda de tesoros, mujeres, dinero, fama y fortuna.  Después de haber engullido una cantidad generosa de carnitas en la entrada de la carretera, nos dirigimos a ese resguardo del saber que son las librerías.

Nunca he negado mi origen pueblerino; admito que el vivir en Querétaro me brinda una tranquilidad provinciana que llora como emo cuando salgo de mis parquecitos y las multitudes me abruman.  Sin embargo hay de pueblos a pueblos y San Juan del Río ese en verdad un pinche rancho.  Desde que llegué, tuve la sensación de ser mirada por todos los locales.  Era como si yo trajera el pelo verde o copa triple-C de brassiere, cuando mi único pecado fue llevar falda que no llega a mini.

Como estoy acostumbrada a ser el centro de atención, ignoré el detalle y comencé a pepenar sabiduría.  Y ahí estaba él.  En la sección de saldos y junto a otras insignificancias, Cuerpodivino me esperaba.  La edición está descontinuada, por lo que mi única esperanza era encontrarlo en librerías de usado, pero no, en San Juan del Río estaba nuevo… y en rebaja.  Por supuesto, lo compré.  La copia que antes poseía era robada y me sentía sucia.

Durante la mañana, y después de haber discutido las fáusticas consecuencias que involucra un cadáver exquisito rodeado de melcocha degradadora, sentimos sed.  Las damas presentes nos indicaron que a la vuelta se encontraba una pulquería, por lo que a la voz de VAMOS, fuimos.

[caption id="attachment_1248" align="alignleft" width="150" caption="Pulque"]Pulque[/caption]

En este momento tengo que hacer una pausa en mi crónica y confesar que nunca antes había tomado pulque.  Mi bisabuelo era fanático de la autóctona bebida y dentro de mis recuerdos infantiles se encuentra él, tirado en un catre y apestando a lo que entonces definía como “fuchi”.  Entramos a la pulcata y ese olor a fuchi me pegó de frente.  Ahora distinguí el alcohol y los miados y pensé con cariño en mi alcohólico bisabuelito.  Ante la mirada lujuriosa de los presentes hacia mis piernas, pedimos 3 vasos.

Dicen que para acelerar la fermentación del aguamiel para el Pulque utiliza caca. Pero peores cosas he tomado, así que le di un gran trago a mi vaso.  Lo esperaba más baboso y amargo.  Pero mi paladar detectó un sabor a yogurt natural acidito y diluido con cerveza.  Me gustó, hará falta una cruda pulquetera para tener mi veredicto final.

Como suele suceder, gran parte de la experiencia te la proporciona el lugar y esta vez no fue la excepción.  Un borrachillo leía una copia de un libro de Fernando Savater y filosóficamente me pidió que lo leyera en voz alta y le tomara una foto al texto.  Como sé que la mente alcoholizada hace extrañas peticiones, accedí y aquí lo reproduzco para su disfrute.

Otros personajes eran dos borrachines que sólo hablaban para decirse “sírvete más”.  Solos y ebrios estaban dos viejos que podrían ser hermanos, pero en realidad sólo son pueblerinos que gustan de usar sombreros tanto como a mí me gusta generalizar.

Pulquería Migitorio Ebrios

Me llegó el rumor que en San Juan está una de la casa de las Poquianchis y yo, fanática de la novela de Las Muertas, insistí en ir.  Si bien Ibargüengoitia advierte de los personajes imaginarios de su novela, los sucesos de prostitución, trata de blancas y asesinatos tienen bases periodísticas reales. Pero para mí, la posibilidad de visitar algún lugar en los que Ibargüengoitia estuvo, me tenía emocionada.

Pero para estar a tono de la experiencia, primero pasamos por carne.

Carne

No sé si fue el pulque o las dos cervezas o el peso de la tradición provinciana, pero me llegó la imperiosa necesidad de tomar una siesta, acto bárbaro que yo no acostumbro.  Pero donde fueres haz lo que vieres, así que la casa de las Poquianchis tuvo que esperar.

La tarde estaba por agotarse cuando volvimos a la ex-casa de prostitución y vicio que ahora es una vecindad en la que se rentan habitaciones.  El lugar está en mal estado, lo cual le proporciona un sentimiento lugubrísimo.  Rodeando a un gran patio en el que hay gallos y pantalones de mezclilla colgados, están los diminutos cuartos de 2 o 3metros cuadrados con una ventanita.  Algunos cuartos tienen ese característico olor a fuchi y otros más están acondicionados como gallinero.  Los sanitarios son compartidos y no sé donde está la cocina.  Las instalaciones de luz están por fuera de las paredes y el piso es de cemento.

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En lugar embona con lo descrito en el libro: los múltiples cuartos, el enorme patio, el gallinero y sobre todo, el gran salón donde los hombres podían tomar, bailar y elegir a la mujer con la que deseaban tener un poco de recreación amorosa.

Por supuesto, el lugar me encantó y en el acto, di un adelanto de la mensualidad de 600 pesitos.  Emocionada, volví a Querétaro en coche; no sólo iba a dejar de ser una sucia ladrona de libros, sino que también había visitado un pedacito de historia Ibargüengoiezca.

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En honor a la verdad tengo que aceptar que, aunque en internet hay voces que claman sobre la veracidad de la vivienda visitada como parte de la historia de las Poquianchis, no puedo asegurar que así sea. Mi conocimiento del mito/hecho de las Poquianchis se mueve en dos planos: en el real, del cual desconozco prácticamente todo y el de la novela Las muertas, de la que soy irremediablemente fan.

Desde la incomodidad de mi computadora chiquita, hice algunas investigaciones googleanas y llegué a la conclusión de mandar todo al carajo.  Mientras los hechos reales se ubican en Guanajuato, en las ciudades de León y San Francisco del Rincón, Ibargüengoitia establece como localidades de los burdeles a Pedrones, San Pedro de las Corrientes y Concepción de Ruiz en el estado de Plan de Abajo.  Estaba un poco decepcionada, la probabilidad que la casa visitada fuera un burdel de las imaginarias Balardo era muy baja.

Entonces decidí releer Las Muertas.  Con el lugar visitado como escenario, volví a disfrutar de las pericias y desgracias de las hermanas Árcángela y Serafina. Entonces me di cuenta del verdadero tesoro: la novela en sí.

Por eso, esta crónica de viaje termina con una recomendación: tomen pulque y lean Las Muertas.