sábado, 16 de enero de 2016

De cuando fui a comer a Bogotá y otras vainas de los cosos, ¡cómo así!


Por alguna razón que ahora no se me ocurre cuál, Colombia se había escapado de mi turs.  Y es que mi relación con el sureño país tiene lazos fuertes por Lina y el Dr. Amor, con quienes conviví con-bebí harto mucho cuando viví en Madrid.  Sobre todo con Lina, mi roomate y wingwoman de muchas aventuras.  De ellos aprendí a tomar ron derecho, que la yuca no se tira, que el plátano macho también se come verde, a bailar salsa y vallenato y sobre todo, a que su comida es de-li-cio-sa.  Así que cuando mi jefecito en @segundamanomx me invitó a un agile-tur con nuestros primos de Bogotá y Santiago, la sangre de mi cuerpo se me fue al dedo gordo del pie derecho y en cuanto reaccioné dije tímidamente: ¡A huevo que voy!

Bogotá desde Monserrate <3

Viajamos al día siguiente de la posada del trabajo. Así que mi estómago aún crudeaba al llegar al aeropuerto.  Por eso comí en la sala de espera una sopita de pollo hasta que escuchamos nuestros nombres en el altavoz.  Corrimos a la sala de espera cuando ya todos los pasajeros habían abordado.  Para pasarme el susto me tomé mi primer cheve Club Colombia de mi corta y bebedora vida.

Al llegar a El Dorado, nuestro huésped me preguntó: ¿Y qué le gusta hacer cuando viaja? Comer y caminar hasta que se me baja la panza para volver a comer, contesté.  Así que nos llevó al restaurante Club Colombia, donde comí papas dulces, plátano frito, tiras de plátano con salsa de betabel, yuca,  dedos de yuca, tamalitos dulces, carne, crema agria y no recuerdo qué mas.  Por supuesto, brindamos con aguardiente y más cheve. Ah sí, y arepas de muchas variedades.  Pero lo que se ganó mi corazón fue el chicharrón.  Parecido al nuestro, pero tiene un cacho de puerquito pegado. Y como nos oyeron acento mexica / italianochilango nos trajeron una salsita como de pico de gallo con un poco de chile (ellos le dicen ají). 

Horrible foto para tan hermoso acontecimiento estomacal

Otro día nos llevaron a Usaquén y comí Ajiaco, una sopa de pollo con papa, maíz, aguacate, crema agria y alcaparras.  El caldito es espeso por lo que es una pequeña bomba nocturna.  Aún así, no pude evitar pedir de entrada tostones de platanito verde con guisos encima y claro, chicharrones. Y para el despance, aguardientico calientico con una escarcha de canela y azúcar.


La fama de que el café Colombiano es bueno, en realidad es un pinche chisme comparado a lo delicioso que es.  Mientras trabajaba y cada dos horas, pedía un café diferente: el Éxtasis, frío con una natita dulce y un poco de chocolate fue mi favorito para la tarde.  Y el tinto campesino, primo de nuestro café de olla, para medio día.  Probé además de litros y litros de espresso (bien amargo y cremoso).  Probé otros cafés más aventureros, con especias y otros cosos cuyo nombre no recuerdo, pero aún les lloro.

Estudiando en el blog de Luis Mulato y tomando un tinto campesino, snif

El domingo fue el único día que tuvimos para turistear y el smartwatch dijo que caminamos algo así como 210 kilómetros.  Tengo algunas fotitos para presumir:


Plazotota principal donde la gente alimenta a las palomas que cagan a Simón Bolívar el Libertador de las Américas. De una bocinota salían canciones de Diómedes Díaz y varios rolos bailaban en su hermosa ebriedad:



Pollita vaciladora y pechugona en el tianguis alimenticio que está en Monserrate.



En Bogotá, la Navidat es de foquitos verde, blanco y rojo y algunos aguardientes después me dio por gritar ¡Viva Hidalgo! ¡A coger gachupines! etcétera.  Las fotos son de Usaquén, algo así como su Coyoacán.

Bogotá se parece mucho al DF. Incluyendo los sorpresivos olores a miados, el tráfico pesadísimo, los OxxOxxo y los apachurrones en el metrobús (que allá se llama Transmetro y tiene vías más rápidas).  Pero también tiene sus vías arboladas y ciclo vías :)

En Bogotá, los nombres de la ciudad son números, lo cual siempre me parece de lo más insensible.  Sin embargo, hay un pueblito escondido en el centro que se llama la Candelaria donde sus calles, además de pequeñitas tienen nombres chéveres como Cara de Perro, la Toma Vieja, La Agonía y la del Suspiro.  Además de los techos de tejas rojas, el barrio tiene un toque hipster-cholombiano lleno de grafitis bien rechulos.


Monserrate es un cerro con una iglesia y hay teleférico y funicular para subir sin dejar el pulmón godín tirado y lleno de sangre.



Esta foto la tomé porque no dejo ser queretana y el museo de las gorditas de Botero tiene un patio con fuente y flores, muy parecidos a los de mi pueblito :')

Si quieren ver las gorditas de Botero y pinturas de Picasso, Miró, etc, busquen en google.

Tengo que volver a Bogotá y a toda Colombia.  Su comida e historia son bien ricas y los lugares hermosos. Pero sobre todo, está su gente que es sonriente, cálida, alegre y bailadora.  ¡Y ese acentico que quiero tener!


lunes, 4 de enero de 2016

Chilanga eres

Cuando tenía cinco o seis años vi las estrellas por primera vez. Ok, supongo que no fue realmente la primera vez, pero sí la primera que fui consciente de ver la bóveda celeste completa. La luz de la colonia brillaba por su ausencia y salí al jardín de casa de mi abuelita para comprobar su ausencia y, efectivamente, no había luz. Recuerdo que me recosté sobre el cofre del auto de mi papá y estiré los brazos a los lados. Estaba impresionada de ver tantas estrellas y las intentaba contar. Quizá no es muy sabido, pero nací en el Distrito Federal. Así que mi mamá nos acostaba temprano, salíamos a jugar a la calle poco y sólo mientras llegaba el atardecer. Cuando tenía diez años, nos fuimos a vivir a Guadalajara y a los veintisiete migré sola a Querétaro.

Ahora le llaman Ciudad de México. Ahora mi familia es mi maridaje y mis perros. Ahora, y desde hace tres meses, vivo en la CDMX aka el De-Efe aka Chilangolandia aka La Capital.

Pero tanto tiempo fuera me hizo provinciana. Me engento con facilidad (hace unas semanas tuve un mini ataque de ansiedad en la estación/centro comercial Buenavista), y reniego del ruido y del tráfico. Por eso, cuando decidí volver era imperativo vivir lo más cerca a mi trabajo. Así que nuestro depa está a 30 minutos caminando. Y cuando lo digo, la gente me mira como si el nuevo reglamento de tránsito no aplicara en mí. Uf, yo hago hora y media, ¡qué lujo! –Me contestan–, si salgo 15 minutos después ya no llego.

Me pregunto si para ganarme el título de chilanga debo de sufrir apachurrones en el metro, mentadas de madre en Insurgentes y comprar gorditas de nata en el Peri. Tampoco me alimento en esos puestos callejeros que venden amenazas intestinales en paquetes de 5 tacos por 20 varitos.

No sé si soy tramposa o hacker por elegir mis pies (y un poco la bici) como medio de transporte. A veces quisiera decir que soy una flaneur, una voyant. La realidad es que soy una mamoneur.




Salgo a las 7:30 am y veo a los vecinos que sacan a sus perros a mear. Los niños van enbufantados y sus papás los arrastran para que se apuren. Cruzo con ellos la primera glorieta, la que pasa por Legaria. En dos calles hay dos escuelas y un kinder. Ahí un señor pasa con sus dos hijas. Las niñas tienen unos 7 y 10 años, usan trenzas y llevan su mochila en la espalda. Los miro con escándalo: los tres van en bicicleta hacia Polanco. Yo también voy hacia allá y elijo un coche, de preferencia de un color chiclamino, con el cual jugar carreritas: a que yo llego primero a Ferrocarriles de Cuernavaca. Comienzan los depas de los judíos. Las niñas con sus faldas grises y largas y los niños con kipá esperan el transporte escolar de la mano de su diminuta madre, quien lleva el pelo cubierto. Por la tarde, esas mismas madres están en una estética sobre Homero (¿o es Horacio?) donde les peinan sus pelucas. A esa hora de la madrugada, esa misma estética está abierta y hace descuento en planchado de pelo. A veces, siempre y cuando las ecobicis lo permiten, agarro una en Ejército Nacional y bajo por la región más transparente y recorro toda la ciclovía del Ferrocarril hasta la entrada a Polanco. Pero casi prefiero caminar y descubrir un esqueleto colgando de un balcón, unos perros chinos que ladran o unos entacuchados en bicicleta con portafolio de piel colgado como si fuera morral. La gente va de prisa y no me voltean a ver. A veces ni siquiera los que van en coches lujosos que pasan por Horacio (¿o es Homero?) y que dan vueltas ilegales en su desesperación por llegar. A lo lejos ya se ven los edificios de Palmas y cruzo el periférico. Desde que comenzó el nuevo reglamento está lleno de policías y los coches respetan los pasos de zebra. Aún así, los claxonazos, arrancones, minibuses y taxistas se meten desafiando el sistema métrico decimal. Me detengo en un puesto de jugos y pido uno de mandarina; doce pesos mi chula, me dice el juguero. Dale un popote a la reinita, le dice a su achichincle. Cruzo con los demás godínez que acaban de bajar del camión. Ellas llevan falda y tacones y ellos traje o mínimo camisa y pantalón de vestir. Yo no he dejado mis converse, mezclilla y camiseta de los Foo. Entro a mi edificio y enseño la credencial al poli que ya me conoce pero la necesita ver para sentir que trabaja. Si llego 8:30 ya no hay lugar en el elevador, así que subo los cuatro pisos por las escaleras y llego desmayándome a trabajar. Tomo agua, aire y ya luego saludo. Mis compañeros se asombran de verme acalorada y sin suéter. Es que me vengo caminando, les vuelvo a decir. ¡Qué lujo! ¡Qué suerte!, etcétera.

  





Aún soy extranjera, extraterrestre... provinciana pues. Pero comienzo a entender porqué los chilangos aman tanto a esta ciudad en eterna construcción (y destrucción). Entiendo que el monstruo de concreto está en nosotros y como no cabemos, empujamos, pitamos, gritamos. Desde la ventana de mi oficina veo esa nata gris que nos da un cielo café entre los edificios llenos de godínez y sus cadenas de mails con pleitos de tupperware y cucarachas. En la noche, las miles de luces no nos dejan ver las estrellas en el cielo y por eso ahora las vemos en las avenidas. Hago escándalo ante el sorpresivo olor a mierda y miados. 

Pero hay algo que siento cuando camino y veo los edificios modernos, los que tienen siglos, los que recorrí durante mi infancia, los que son nuevos para mí. A veces me pregunto si eso que siento es algo azteca relacionado con morir para renacer. Si hay un encantamiento en los gritos de los marchantes ancestrales que aún resuenan en los que venden tamales, audífonos, chicles, gorditas, jugos, tenis, ropa, garnachas, tacos, MP3s con la última colección de rock en español o música de banda, que invitan a subirte al minubús, a bajarte del metro, a circularle más rápido y por acá. O será el encanto relacionado de lo extravagante.

Aunque lo más probable es que nací Chilanga y en Chilanga me convertiré.