Escuché el sonido de la banda de guerra al entrar a la Plaza de Armas. La gente se arremolinaba en el Palacio de Gobierno, donde tambores y trompetas entonaban la canción que tantos lunes de escuela escuché en un patio, mientras la escolta pasaba con la Bandera. A veces congelada, a veces con sueño, pero siempre bien derecha y cantando muy fuerte.
El colegio de monjas en el que estudié hasta quinto de primaria, sólo permitía, una vez al mes, que desfilara una escolta de niñas que no fueran de sexto año. La abanderada es aquella con calificaciones más altas y mejor conducta, me dijo mi maestra de segundo año, cuando le pedí cargarla. Fue hasta cuarto año que lo conseguí. Recuerdo la emoción de haber sido elegida; también recuerdo que la bandera estaba muy pesada y se me iba hacia adelante. Si bien, era (soy) una ñoña presumida, la verdad es que me sentía muy contenta de cargar mi bandera. Durante mi infancia, el orgullo de haber nacido en este país me lo heredaron mi bisabuelo, abuelo y madre, con montones de historias de lugares, héroes y batallas.
No volví a estar en la escolta y mucho menos, a cargar la bandera. En quinto año me sacaron de la escolta por cambio de residencia (a Guadalajara) y en sexto no me incluyeron porque la escolta ya estaba formada. Supongo que en ese momento me enojé, pero con el tiempo, esas cosas dejaron de importarme.
Con el tiempo, la idea de mi México también fue cambiando. Aunque mi pasión por la historia continúa, el orgullo se desdibuja ante la corrupción, los asesinatos, el despilfarro de dinero, las campañas publicitarias/nacionalistas mediocres y todas esas mentadas de madre con las que vivimos a diario. Tan asqueada estoy de todo eso, que no escribí ni un post del mentado bicentenario.
Pero estaba entonces, escuchando a la Banda de Guerra hace algunos sábados. El cielo de la tarde se coloreó de rosa bengala y, para ser diciembre, apenas y hacía frío. La gente le abrió camino a la escolta de militares disfrazados de insurgentes y revolucionarios. ¿Será una representación o un flash mob?. Los militares entraron a Palacio de Gobierno y la Banda de Guerra siguió tocando. Los trompetazos de “Saludar, ¡YA!” y “Firmes ¡YA!” se escucharon y en el techo del edificio apareció la escolta. El Himno Nacional comenzó como grabación y yo sentí un nudo en la garganta. Un Tenor (o algo así) cantó sobre el “Mexicanos al grito de guerra” oficial. La gente (jóvenes, niños, viejos, extranjeros) también cantaba. Nadie reía ni payaseaba. Cuando el Himno terminó, los soldados/escolta/independentistas gritaron “vivas” a la Patria, dispararon balas de salva y bajaron la bandera del mástil que se encuentra sobre la campana que dice 1810. Después, descendieron del techo con todo y bandera. Una vez en la planta baja, la entregaron al guardia de la entrada, que procedió a guardarla en su lugar. La escolta caminó de regreso por la plaza acompañada de la Banda de Guerra y, a la voz de “Descansen ¡YA!” comenzaron los aplausos.
Durante el Flashmob / Honores a la Bandera pasé de la curiosidad, a la sorpresa y hasta un poco de vergüenza. ¿Abusó el gobierno de mis sentimientos infantiles o la emoción en la garganta fue real? Supongo que hubo algo de los dos. Mientras cantaba, recordé a mis abuelos y mis lunes escolares. Estaba feliz de estar ahí con Mimancebo, que me sacó de la cama desvelada a ver un señor que pinta en el piso. Sentí que todos los que estábamos en aquella plaza, teníamos algo en común: un lazo transparente, una historia, un espacio, una emoción. Tal vez, la Bandera fue una excusa y los soldaditos disfrazados, una fantochada. Pero pocas veces me he sentido tan cerca de la gente que vive en mi ciudad. Y eso, fue muy bueno.