¿Y vamos a buscar peyote?
Mis amigos y yo planeábamos un viaje a Real de Catorce. Y como soy la más borracha del grupo, tenía la obligación moral de averiguar que onda con el peyote. Gracias a google y a los mariguanos de la red, me enteré que no es tan sencillo. Primero hay que ir al desierto, lo que toma 3 o 4 horas. Buscar el peyotito, hacer un ritual para cortarlo y comerlo con ayuda de una manzana. Los alucines duran hasta 16 horas. Haciendo cuentas, necesitaríamos al menos tres días para la experiencia
drogadicta mística. Comuniqué mis hallazgos al grupo de intrépidos computitos (ejem) y decidimos cargar en la mochila el embrutecedor habitual: alcohol. Sólo íbamos de fin de semana.
Salimos a las siete de la madrugada con el estómago vacío. El objetivo era llegar a comer a unos míticos burritos que conocí en un viaje escolar a Saltillo: los Burritos de Matehuala. Imposible perderlos, están en plena carretera y pasamos por Matehuala, ¿cierto? Pues no los vimos y nadie sabía de ellos. Mientras escribo esto, recuerdo que era una ñoña preparatoriana en aquel viaje a Saltillo. Vivía en Guadalajara y la salida a Saltillo es otra. Quizá, muy probablemente tal vez… mi recuerdo gustativo es de los burritos de Moyahua, Zacatecas? Comimos una triste torta en la carretera y con ello aguantamos hasta el pueblo fantasminero.
Cuatro horas y media después, llegamos al túnel que nos conduce a Real. Cobran veinte pesos por pasar y hay que esperar un poco. El túnel es de un solo sentido y usando walkietalkies el poli nos indica cuándo podemos cruzar. El túnel se llama Ogarrio y mide 1.9 kilómetros. Entramos. Cuando se hizo la luz, llegamos por fin a Real de Minas de Nuestra Señora de la Limpia Concepción de Guadalupe de los Álamos de Catorce, uno de los centros plateros más importantes del siglo XVIII. Hoy, los hijos de los hijos de los hijos (etcétera) de los mineros se ofrecen como guías. Y como buen guía te dicen que no vas a llegar sin su ayuda porque ya saben, Real de Catorce es un pueblo con 30mil calles.
Aun así, aceptamos su ayuda y cinco minutos después, estábamos en el hotel. Les recomiendo ampliamente el
Mesón del Refugio. La doña que atiende es amable y el lugar es limpio. Habitaciones grandes y limpias. Con agua caliente y tele con cable. Esto era importante porque hacía frío y jugaban los gallos contra la chivas.
[singlepic id=332 w=160 h=120 float=left]Terminado el check in, fuimos a comer a la fonda más cercana. ¿Enchiladas potosinas y micheladas? Sí por favor. Las opiniones sobre el sabor estuvieron divididas; yo me tragué todo. Decidimos caminar. Primero la iglesia y un museo. Aunque en el museo de moneda casi no hay monedas, tocamos una exposición para ciegos y vimos curiosos objetos de metal. Lo que más me gustó fue la exposición de fotos de épocas pasadas. Un maestro realcatorciano nos dijo que un “must do” era ir al pueblo fantasma. Un guía local nos podía orientar.
La arquitectura del pueblo es muy… bonita-pueblerina. No en balde Hollywood se ha aprovechado de ella para representar a todos los pueblos de México en sus películas. Calles empedradas, casas con puertas de madera y colores desgastados, tiendas con artesanías y comida recién hecha. Mis amigos le mueven a eso de las camaritas y aprovecharon para tomar fotos “diarte”, de esas para las que el pueblo está pintado. Yo me tomé fotos con los perros.
[singlepic id=350 w=320 h=240 float=right]Amé los perros de Real. Todos andan sueltos y son mansos con la gente. No se ven desnutridos ni sobrepoblados. Entre ellos, se dan sus mordidas, pero sólo para establecer dominio. Si les hablas, vienen. Supongo que ya están acostumbrados a los gringos los alimentan. Yo no les daba de comer pero los acariciaba. Ellos se dejaban. Se les ve retefelices.
Aunque era temprano (como las 4 de la tarde), estaba nublado y hacía frío. Caminamos hacia el cementerio para seguir tomando fotos. Encontré algunas tumbas muy viejas, desde 1890 y tantos. Otras, tal vez no eran tan viejas, pero sí de 1940s. Y aún les llevaban flores. Siempre he dicho que a mí, me incineren sin velorio y me avienten donde caiga. Esas tumbas me hicieron repesar mi postura, algún día escribiré de ello.
En el cementerio conocimos a Celorio y Anastasio. O algo así. Ellos tenían unos caballos y por 120 pesos nos llevaban hasta el pueblo fantasma en la comodidad de sus lomos (de los caballos). A mí me choca montar. Me rozo de los muslos y chillo. Además siempre siento que los caballos se van a torcer una pata, resbalar y dejarme como a Superman. Pero mis amigos son montañeses que aman montar. El trato quedó para el día siguiente a las 9; es que arreciaba el frío y comenzó a brisar. Un Don hasta nos dijo: va a nevar.
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Terminamos de recorrer el pueblo y volvimos a la habitación. Encomendamos a los hombres para ir al súper y preparar el ambigú que ambientaría el partido de gallos. Cuando volvieron ya estaba en pijama. Hacía frío y estaba pegada a la calefacción. Entre vino tinto, pan y carnes frías vimos a los gallos ganar, nos quitamos el frío a mezcalazos y ya cansados, nos fuimos a dormir cada quien con su cada cual.
A la mañana siguiente nos asomamos por el balcón. Había nevado. Apenas unos centímetros de nieve, lo suficiente para emocionar a estos ñoños citadinos. Yo me puse doble pantalón, sudadera de lana, chamarra y bufanda. Celorio y Anastacio (o algo así) nos pegaron un chiflido y bajamos. Esperamos unos minutos congelándonos en el puente, donde llegaron nuestros caballos. Yo elegí el burro esperando que fuera más lento.
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Nuestro guía certificado nos llevó a las montañas, hacia las minas y el pueblo fantasma. “¡déjelo, los caballos se saben el camino!” nos gritaban cuando algún ñoño asustadizo (yo) chillaba porque el cuaco agarraba su camino. Los caballos estaban bien alimentados y panzones. Y se olía que tenían una digestión envidiable. Entre pedos de los caballos, aire helado y vistas chingonas, llegamos a la punta de un cerro, donde esta la mina abandonada.
Anastacio nos guió por los restos de la mina: lo que queda de los edificios y por los túneles. Aunque se le olvidó la lámpara, pudimos entrar a los túneles ayudados por un iphone. Caminamos un rato por ahí mientras Anastasio se divertía tomando fotos sin zoom y contándonos de cuando trabajó en la mina. La producción había bajado mucho para el siglo XX y cuando cayó el precio de la plata (finales de los setentas), cerró permanentemente. Nos dijo que a veces, la plata está ahí en la piedra, luego luego se ve. Aunque al final, tenían que quitar mucha piedra. Sacamos algunas fotos más y volvimos al pueblo. Yo regresé caminando porque ya saben, soy bien chillona.
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Era hora de volver a Querétaro. El trabajo y todas esas cosas de adultos nos esperaban. Antes nos detuvimos en un pueblito que está a media montaña y que se usa de set cinematográfico. En la gasolinería compré la Melcocha que es una como mermelada de algo que le sale al nopal. Mi amiga, la Tampikis girl nos guió (de manera exitosa, no como otras) a unos tacos tortilla de harina que no tenían abuela. Un tortillón con frijolitos cuyo recuerdo me hace babear.
Real de catorce está a cinco horas de Querétaro. No es exactamente cerca para ir y venir el fin de semana, pero tampoco es imposible. Como una ya está anciana, llega con las rodillas jodidas y el sueño atrasado. Pero el corazón contento por haber pasado un fin de semana con los amigos en lugar de estar, limpiando el baño, comprando los víveres y otras cosas retedivertidas que se hacen los fines de semana.
Más fotos lindas y la ansiada melcocha aquí:
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