jueves, 28 de febrero de 2013

Diablo con vestido azul


¿Te enojas si bailo con la de vestido azul?, me dijo mi marido. Sentí cómo se tambaleaba mientras rodeaba mis hombros con su brazo. ¿Verdá que no te enojas, beibi? 

En un capítulo de Cómo me hice monja, de César Aira, hay un conjunto de minihistorias extraordinarias. La protagonista -una niña de 6 años-, ingresa 3 meses tarde a clase y se encuentra que todos sus compañeritos ya saben leer. La maestra decide ignorarla, por lo que la niña se dedica todo el día a imaginar que sus compañeros tienen algún problema emocional y que ella es su maestra. Uno de los chicos tiene un problema peculiar: Su mamá no sabe que en realidad es su papá, ya que es quien trabaja, se enoja y bebe. Y por supuesto, su papá tampoco sabe que en realidad es su mamá, ya que es quien cocina y lo cuida. No recuerdo cómo imaginariamente lo ayudó. 

Gisela nos explica las diferencias entre orientación sexual y género. Eso explica por qué a algunas vestidas les gustan las mujeres. Tal vez a todos los hombres les sigue gustando vestirse de mujer. A la primera oportunidad (despedidas de soltero, novatadas, fiestas de disfraces) agarran prestado un vestido de la madre o hermana y se lo ponen. Supongo que hace un par de siglos no tenían ese problema. Eran ellos quienes se maquillaban, usaban pelucas y camisas con mucho vuelo. Pero la clase media y las feministas les vinieron a joder todo. 

Sólo íbamos a cenar, el plan de ir a Maximiliano (el antro gay de la ciudad) salió al calor de los mezcales. Además de mi marido me acompañaban tres compañeros del trabajo. Debo haber sido la más fachosa aquella noche: ningún maricón, vieja o vestida desafiaba mi look de pants rosa, tenis blancos y blusa negra con el mapa del metro de NY entre las tetas. Un look bastante cutre para la corte de Maximiliano, quien cuelga de un cuadro de marco dorado, con su imponente capa roja y su larga e inmejorable barba. Pero era el Maximiliano, donde quien eres o cómo te vistes no te cierra la puerta en las narices. 

En cierta ocasión a mi ex se le pasaron las copas. No era difícil pues era bastante joto para tomar. Entonces comenzó a contarme de su exnovia bisexual. Siempre que hablaba de sus ex era para chillar de lo mal que lo han tratado las mujeres. Pero hasta esa noche, nunca había escuchado de su novia bisexual. Me contó de la fiesta de disfraces, en la que ella se vistió de hombre y él, de mujer. Sus ojos le brillaron, sonreía y los cachetes estaban rojos. Sólo lo volví a ver así la vez que besó a uno de Soda Estéreo que la hacía de DJ. 

En el trabajo, cuando alguien comente el error de dejar la máquina desbloqueada, otros aprovechan para mandar correos que dicen "Soy bien putote" "Fulanito, ven y truéname el huacal" y cosas así. 

La de vestido azul era prieta y con los cachetes cacarizos. Su pelo largo y negro era una peluca o un cabello muy maltratado. Flaca, flaquísima. El vestido azul turquesa estaba entallado al cuerpo y le tapaba muy apenas las nalguitas. Usaba zapatos (tacones) de plataforma. Como si su altura natural no fuera suficiente. Bailaba cumbias con una chaparrita cuerpo de uva, como decía mi mamá. La falta de grasa en los pechos, nalgas y caderas era sólo uno de los indicadores de que entre las piernas tenía un pedazo de carne apachurrado. 

Los suricatas macho, cuando son cachorros, parecen hembras. Así engañan a los machos dominantes, sus futuros contrincantes en el amor sexo. En cambio, hay serpientes macho que cuando tienen frío se hacen pasar por hembras, para que otros machos se les restrieguen y les den calor. 

En Cómo me hice monja, resultó que se la niña se llama César Aira. 

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La del vestido azul acaparó la atención de mis compañeros de borrachera. Me sacaron del círculo del desmadre para discutir quién la invitaba a bailar: Sácala a bailar o qué, ¿vas a dejar de ser hombrecito?. No güey, a ver, sácala tú. Por eso me puse a bailar sola. Cumbias. El reflejo de la puerta de emergencia me regresaba mi imagen moviendo las caderas. Los genes paternos fueron generosos conmigo y con mi trasero. Nadie me miraba, excepto la del vestido azul turquesa.

martes, 12 de febrero de 2013

Vendo membresías del club de fans de Ricardo Ortega

Ricardo, también conocido como mi viejo o mi maridaje, es escritor. Hay gente que al enterarse de su modus vivendi reaccionan como si les hubiera dicho que era domador de leones o sacerdote mormón: ¿De dónde lo sacaste? Y aunque los círculos queretanos de literatura tienen algo de cirqueros y fanáticos, lo que esperan es un ingeniero o computito afín.

Pero bueno, es escritor y lector de tapa dura. Me arrastra por ferias, expos y ciudades en la búsqueda de libros. Hojea cada libro, piensa en comprarlo -o no- un par de horas y luego camina media feria de regreso para comprarlo. Una vez, hasta volvimos al día siguiente. En las librerías, me he terminado libros completos por estarlo esperando (soy lectora voraz y veloz. Y sólo eran 50 hojas, ja). A veces, me convence de comprar libros que él quiere con mi presupuesto. Otras veces busca autores que no existen y resulta que nadie los conoce. Ahora, con el iPad colecciona ePubs. En secreto le doy gracias a S.Jobs por su inventito.

Sí. Mis pies sufren. Pero a veces, sufre más mi corazón cuando escribe. Su ficción tiene enormes referencias a su vida real. Así que a veces, las mujeres de sus cuentos además de ser las nalgonas esposas (o afín) del protagonista, son unas hijas de la chingada. En un bosquejo de cuento, en el que el hombre era maltratado y manipulado por una perra calculadora que lo obligaba a tener la cocina limpia, me hizo llorar. No hacía mucho que habíamos tenido una discusión cocinil. Es ficción, me repetía.

La mera verdad es que es un honor vivir ese proceso creativo de cerca. Desde reconocer su cara de "estoy inventando un cuento en este momento" hasta ir viendo como pule y crece cada cuento. He leído versiones espermatozoide, en las que la versión final apenas y se reconoce ese gen original. Sé cuando sufre mientras crea y cuando se siente inseguro de que se entienda. Leo, releo y escucho que lee.

Hace algunos meses, le publicaron un plaquette que es algo así como un folletín para jóvenes escritores. Yo le ayudé a maquetarlo en ePub, reeditarlo y subirlo a una página web, donde ya también le dio por la bloggeada / exhibicionismo.

Por supuesto, yo soy fan #1 de lo que escribe y desde ya, me autonombro presidenta del club de fans de Ricardo Ortega, administradora de la lana, mánager, secre en minifalda, aprobadora de entrevistas, webmaster, community manager y musa.

Pero ahora lo que importa que ustedes digan qué les parece. Ojalá lo lean y tengan tiempo de comentar que les pareció. Ah y recomienden ¡Gracias!

(Click en la imagen para descargar)


jueves, 7 de febrero de 2013

Vendí mi Almera y no chillé ni nada de esas mariconadas de hombres

El martes di de baja el Almera de Tránsito de Jalisco. El trámite fue muy sencillo y rápido. La verdad es que en la Unidad Administrativa las Águilas siempre me han tratado retebien. Hace un par de meses que el Almera ya no es mío. Se lo vendí a mis cuñadas. Una tarde, lo recogimos donde su mecánico de cabecera y les dijo lo que ya sabía: el motor y sus partecitas estaba chidas. Otra cosa era la pintura, que se cayó de la nalga derecha y un lado tenía enormes rayones. Fuimos a tomar una cerveza a La Castellana para festejar, firmé la factura, agarré el dinero y ya: el Almera no era mío.

Almera: no es mío.

No sentí nada. Ni siquiera porque fue mi primer coche y me acompañó durante 11 años. Qué pinche insensibilidad automotriz. El Almera no tenía nombre. Alguna vez le llamaron jerimóvil, pero yo nunca lo bauticé. Aguantó unos 9 años sin quejarse. Con afinaciones, cambios de aceite, llantas, amortiguadores y frenos seguía andando bien. De pronto empezó a rechinar de más al frenar. El tablero se le calabaceaba y supongo que la fascia también. En el año 10 le falló por primera vez la dirección y tuve que cambiársela. Lo último que le cambié fue el sistema del enfriamiento y la batería. Nunca lo hice queretano, ni siquiera cuando el Góber (mi amigo Pepe) empezó a pagar por uno la tenencia. Era mucho pedo. Pedo del que no me libré al comprar a Rojo (mi examigo Pepe)

Lo cierto es que el Almera fue un gran coche y, aunque sea una insensible automotriz, tengo la responsabilidad moral de hablar de él. Así que aquí va:

Compramos (en ese entonces estaba casada) el Almera porque mi mamá sacó uno igualito y me encantó. Habíamos estado pagando en AutoFin una cosa fea de la VW, pero Almera era automático (muy importante), 5 puertas, con aire acondicionado y estéreo con CD (guau). Cuando recién lo compré, no le ponía bien las luces. Creía que la posición normal eran las altas, así que andaba con sólo los cuartos en la noche. Después del divorcio, Palomito (mi perro LabMix) era mi copiloto: viajaba sentado superderecho, con la vista fija y atenta al frente. Ni los lavavidrios lo podían distraer. En el 2003 lo llené de mis chivas y nos mudamos a Querétaro. Comencé con lo que cupo en el Almera. Me acompañó a antros y pedas. Mis amigos lo manejaban por mí. Lo vomité unas 3 veces. Lo llené de borrachos mientras recorríamos la ciudad. Pasamos solos (Almera y yo) algunas madrugadas del domingo dando vueltas en Bernardo Quintana. Me llevó a Manzanillo y muchísimas veces a Guadalajara. En una de esas veces, le pisé hasta 160 y me detuvo un federal. Me dejó ir con sólo una advertencia. Casi no viajó al DF porque los policías son unos culeros con los coches extranjeros. Una vez me detuvieron cuando íbamos al aeropuerto. Angélica y yo íbamos a Europa y querían que hiciéramos escala en el corralón. Nos dejaron ir sin mordida (tal vez no son tan culeros). Otra vez entré al DF cuando era mi día de no-circula. Tuve que abandonarlo en Izcalli y volver por él a las 12 de la noche. Iba con una perra recogida, así que tomé un taxi pirata para que me llevara a casa de mi abuelo. Creí que el Don me iba a violar, matar y volver a violar ya que manejó por lugares perdidos de buda, pero sólo me dejó a la entrada de la colonia: no quiso entrar al DF. Con Gazpacho, el asiento de atrás se llenó de pelos negros. Con Scampi, las orillas quedaron rayadas con sus uñas. En el 2005 una pedrada le hizo una grieta en el parabrisas. Cuando volví de España, el vidrio estaba compuesto. Pobre Almera, sólo mi papá lo sobaba con cera y le lavaba las vestiduras. Yo apenas y lo bañaba. Un día se le descompuso la alarma y nunca se la volví a poner. El CD también chafeó y mejor le puse una chunche que manda al radio lo que toca el MP3. Los pinches escuincles de la prepa me lo rayaron cuando vivía en el cerro. Cuando Ricardo y yo nos arrejuntamos, no quería que lo manejara. No me gustaba ser la copilota; no me gustaba perder el poder. Poco a poco fui “poniéndome flojita” en la manejada y muchas cosas más. Nunca lo golpeé gacho. Sólo tenía un raspón oxidado en una de sus puertas. Eso sí, se le descarapeló la pintura cerca del vidrio de atrás. Como que es un defecto de fábrica; he visto varios almeras así. 

Mañana llevamos a Rojo a su servicio de 10,000 kms (qué rápido crecen, snif) y aún no me acostumbro a la dirección manual. Justo ayer, se me apagó dos veces de subida y pensé en el Almera, mi coche de señora, snif. A la primera pendejadita mecánica de Rojo y vuelvo por Almerita, bua.

lunes, 4 de febrero de 2013

Íbamos para Chapala, pero terminamos en el parque metropolitano


Traía ganas de charales y micheladas. Chapala, pensé. Les comuniqué mis alcohólicas intenciones a mi familia y aceptaron acompañarnos.  Así que el domingo, muy temprano (12:30) salimos rumbo al jalisquillo lago. Viajar con una niña de un año y dos perros tiene su grado de histeria. Silla, correa, pañales, bolsas, platos, biberones, juguetes. Por eso digo que era temprano.

Ir a Chapala al menos una vez al año, o a alguno de los pueblitos que están en la ribera, es obligación de todo tapatío.  Hasta la virgensita de zapopan va.  Pero yo no soy tapatía de nacimiento, así que la primera vez que fui al charcote fue en mi cumpleaños número 12.  Mi abuelo estaba de visita.  Tomamos una lancha hasta la isla de los camarones.  Yo llevaba vestido.  Más o menos a esa edad dejé de usar vestidos de niña. Mi mamá me los mandaba hacer con una amiga de mi abuela.  Aquel vestido era rosa y tenía un olán en el cuello, por lo que en la foto de la lancha, el aire levantó el olán y sólo se me ve media cara.  Comimos en un restaurant frente a lago y mi abuelo pagó unas canciones de mariachi.

En tercero de secundaria, fui a un retiro espiritual a un rancho de las monjas que está en Jocotepec, uno de los pueblitos de la laguna. Mis papás no me querían dejar ir a ese "retiro", pero yo, más por ir con mis amigas que por piadosa, insistí.  Cedieron y soltaron la lana para el viaje. A las monjas les gustaba hacernos llorar en los retiros. No era difícil. Bastaba con que le echaran sal a la herida de una compañerita (la que acababa de perder a su papá) o hablar de lo agradecidas que debemos estar con dios (por tener todos los días que comer) o simplemente con que nos asustaran con el infierno, para que el llanto se hiciera contagioso y cincuenta niñas comenzaran a berrear.  Ya saben, la mañosa técnica de compartir un sentimiento para "encontrar a dios" y luego darnos dulce.  Esa vez fue nieve de garrafa.  Yo no sabía qué eran las nieves de garrafa de jocotepec.  Así que cuando mis compañeritas se  enteraron, me vieron como extraterrestre chilanga.  Pero como nos sentíamos muy unidas por habernos limpiado los mocos con el mismo kleenex, no me agredieron y decidieron guiarme por el camino de las nieves de joco: pide barquillo y de dos sabores. Desde entonces, la de coco es mi favorito. 

Asistí a una prepa donde algunos de mis compañeritos eran riquillos.  Tenían casa de fin de semana en algún punto de la ribera de Chapala.  Por eso, conocí Ajijic y San Juan Cosalá. Ajijic es más nais.  Casas enormes, casi todas pintadas en colores fuertes y con hartas plantas. Alberca, jardinsote y asador. Además es english spoken y pet freindly.  Ajijic es uno de los lugares donde los gringos jubilados vienen a morirse.  Se organizan en grupos para bailar, leer e incluso, montan obras de teatro.  Gracias a ellos, el valor inmobiliario de la zona es alto.  En San Juan Cosalá casi no hay gringos y las calles son más polvosas. De lo que más me acuerdo es de un pan dulce delicioso.

Después me fui a vivir a Querétaro y no volví a Chapala ni a sus pueblitos anexos.  Sólo escuchaba a mi mamá lamentarse de lo pinche que estaba el lago. Es tan triste que ni queremos ir, pero vamos porque es obligación de todo tapatío, me decía.  Hace poco me informó que las aguas del lago se habían recuperado y el malecón estaba saneado .  Pero lo que me convenció de ir, fue la mención de micheladas y charales.

Así que aparté una noche en un Bed and Breakfast regenteado por una pareja gringa y sus perros en Ajijic.  Durante todo el fin de semana, mi maridaje y yo nos dedicamos a fresear en restaurantes, a fornicar y a caminar por el malecón en búsqueda de la michelada perfecta.  Fue un bonito reencuentro con la laguna y firmé la paz con mi pasado chapaliano.  Por eso quería volver con mi sobrina e hijos.

Pero apenas tomamos la carretera a Chapala, la encontramos aperrada de tapatíos que decidieron ir a cumplir su obligación justo el mismo día que tenía antojo de charales.  Como mi papá es bastante desesperado, tomó el primer retorno, hicimos escala en el Oxxo y en las carnitas y terminamos en un picnic el parque metropolitano, lo cual no está tan mal porque el mentado parquesito rulea.

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