-¿Y dónde chingados queda Boyé?
Le pregunté a mi Maridaje mientras veíamos una revistita que decía que se aproximaba la feria de la barbacoa y el pulque en la mentada localidad.
-Quién sabe, pero hay que ir.
Yo asentí. Y es que hay pocas razones válidas por las cuales levantarse un domingo de madrugada. Barbacoa + pulque es una de ellas.
Cuando la fecha se aproximaba, me enteré que la feria es de las más viejas de Querétaro: 20, 45, 100 años. Nadie sabía bien cuántos, pero es muy vieja. También me enteré que la fiesta es en honor a su patrono, San Antonio de Padua. Pero a pesar que a este santo lo celebran en junio, las fiestas son en septiembre, que es cuando los borregos están panzones y listos para meterlos al hoyo.
Me advirtieron también, que la barbacoa se acaba por ahí de las 11 am.
Eran las 7:30 am de un domingo y sin siquiera un café en la panza, mi Maridaje y yo esperábamos congelados en el IMSS de 5 de febrero. ¿De qué lado iba a estar? ¿Ya le llamaste? ¿Sí era a las 7:30? Eran mis preguntas acosatorias. No tardó mucho en llegar el Rizos en su camionetón. Esperamos un poco más a las viejas y emprendimos la huida hacia Boyé.
El pueblito queda yendo hacia Bernal, pero desviándose hacia Cadareyta (¿o Ezequiel?) y ahí derecho. Desde Querétaro son unos 50 minutos. Hay puestitos de barbacoa desde que se toma la carretera a la Sierra Gorda. Y por eso, los seis muertos de hambre que íbamos en la camioneta nos preguntábamos ¿será ahí la feria? Cada que veíamos un hoyo se nos antojaba (la barbacoa).
Supimos que habíamos llegado cuando nos detuvimos en una filota de autos. “Don Chon le da la bienvenida a Boyé” rezaba un anuncio. Eran casi las 9 y el corral de vacas convertido en estacionamiento estaba retacado:
Y tú que querías llegar hasta las 12, se escuchó como recriminación. Con las tripas crujiendo, recorrimos las calles del pueblo. Un tianguis de chucherías guiaba nuestro camino: frutas, verdura, pan recién hecho, juguetes, trastos, ropa… ¿y la barbacoa?
Encontramos un lugar y estaba un poco vacío. Caminamos un poco más y nos encontramos a Don Poncho y sus curados de Pulque. Ahí también había barbacoa saliendo del hoyo. Nos miramos con alivio. Con la vaquita armada, apartamos lugar en las mesas y compramos consomé, barbacoa y por supuesto, curados. Como el de piñón costaba 80$ el litro, me decidí por el de nuez. El de guayaba estaba más rico.
Nunca antes había probado los curados. El pulque sí, en aquella ocasión que
fuimos a buscar vendedoras de caricias en San Juan del Río. Mi bisabuelo tomaba pulque. De los pocos recuerdos que tengo de él es acostado de manera desparramada, oliendo ácido y diciendo puras sonseras. Y mi abuelita (su hija) enojadísima porque andaba de borracho. Mi hermana se divertía acercándose a él y jugando a esconderse tras de los muebles. A mí me daba un poco de temor. No por mi bisabuelo Felipe, sino por mi abuela, que no lucía nada contenta. Le di un trago y sentí el sabor amargosito y burbujeante en el fondo de mi garganta. La barbacoa y el consomé también estaban de rechupete. Y tortillotas recién hechas con salsa picosita.
El litro era para mi viejo y para mí, pero como él no toma líquidos mientras come, casi todo me lo empiné yo. Por eso, cuando nos levantamos para conocer más de la feria, sentí el alcohol revoloteando en mi cabeza. Me agarré del brazo de mi Maridaje y comenzamos a caminar.
Durante la hora y media que estuvimos comiendo, se atascó la feria. Iba caminando y empujando gente cuando me encontré a Padawan–Fosil. Le dije dónde comimos y que ahí estaba lo bueno: tenía que ir pa’trás. Después me di cuenta que la feria y el pabellón con un chingo de hoyos estaba pa´delante. La zona en la que comimos es parte de las casas del pueblo, que abren las puertas para alimentar a los hambrientos.
Al pabellón ni entramos. Con alargar el pezcuezo nos dimos cuenta que no cabía un borrego muerto o un hombre vivo más. Las colas para pedir eran enormes y la gente estaba desesperada por comer. Excepto los que son sabios y cargan con su tarro de cerámica para el refill de pulque.
En las carpas del pabellón me encontré a Padawan–Perry (ahora expadawan, bua), quien me dijo que ya no alcanzó consomé. Nosotros le presumimos nuestra panza y le demostré que ya no podía coordinar bien mis pensamientos. Osea, que el pulque si pega. Volví a decirle dónde estaba el curado “bueno”.
Tanto hablar de curados me dio antojo y convencí a mi Maridaje a que me acompañara por otro de guayaba. Y tal vez un vasito de piñón. Nuestra misión era volver a Don Poncho, en sentido contrario de la horda de comensales que se dirigían al pabellón. Pateando chunches chinas y comiendo muestras gratis de ese pan de feria de nuez -calientito y delicioso- llegamos con Don Poncho. Y justo en la entrada Padawan –Fosil me dijo que se había terminado el curado de piñón e iba a buscar en otro lado. Es más que ya no había nada.
Yo, que había sufrido empujones y manoseos (de mi viejo, así es de aprovechado cuando hay bola) corrí a los garrafones a llorar. Efectivamente, Don Poncho estaba atascado y sus hijos se hacían bolas atendiendo a sus etílicos clientes exprimiendo hasta la última gota de los garrafones. Esperé pacientemente y en primera fila que rellenaran las garrafas. Un borrachito con su tarro de cerámica pidió pulque de verdad (sus palabras) no chingaderas (sus palabras) y nos mentó la madre a los que veníamos de ciudad y freseabamos con curados de piñón. Me cayó bien el Don. Por fin llenaron las garrafas y me atendió la hija de Don Poncho, una gordita que se la pasaba preguntando a Don Poncho: ¿este es el de nescafé? ¿y el de nuez cual es? Le pedí un litro de guayaba. Desde que me lo sirvió, no lo vi con color de guayaba. Lo probé y no era de guayaba. Oye, no es de guayaba le dije. La gordita se puso un poco en su mano y lo probó. ¿Tío, verdá que este es de guayaba? Sí mija decía el Tío sin ver. Volvía a probar y le dije, que no, este es de nescafé. La gordita atendía otros clientes y aseguraba que era de guayaba. Que no. Y como me puse necia, mi viejo me mandó pa’ fuera con todo y curado. El desorden seguía, volvió el borracho mentamadres y mi maridaje se salió sin pagar. El curado de nescafé me supo a guayaba.
Apenas eran las 12 del día y ya habíamos recorrido la iglesia y los puestos. Nos entretuvimos un rato escuchando al joven vende cobertores ma-tri-mo-nia-les de esos que no te dan una -no estimados lectores- no una, ni dos cobijas, sino ¡tres! ¡Tres cobijas ma-tri-mo-nia-les por 250 pesitos! pero eso no es todo -estimados lectores- te llevas además, sin costo extra una almohada, o mejor dicho dos almohadas por 250 pesitos. Y es más, como ya se iban la oferta: una, dos, tres cobijas ma-tri-mo-nia-les y una, dos almohadas de plumas por 200 pesitos!
Estuvimos buscando un arbolito para jetearnos y no había nada. Los juegos mecánicos estaban apagados y nadie quería ir al lienzo charro. ¡Pues vamos a Bernal a bajar la panza en la piedra! Dijo alguien. Volvimos al camionetón y al salir a la carretera, vimos kilómetros y kilómetros de filas de autos. Prácticamente la fila llegaba hasta Cadereyta. ¡Ha-Ha! Les gritamos a todos los que se quedarían sin saborear la deliciosa barbacoa y el pulque. Mi maridaje les enseñó las nalgas por el vidrio para completar el cuadro mentativo.
Ya en Bernal, le llegamos a las micheladas, fuimos a la piedra, pedimos cerveza de manzana y por supuesto, terminamos en gorditas Doña Coco. Ah, y mi marido se robó un cacho de arte sacro que ahora engalana mi pared y que sostiene los dineros.