lunes, 18 de junio de 2012

Mis ciudades, segunda parte: Lisboa y Roma

(Primera parte, aquí)


Pensándolo bien, he tenido varios “Berlines” en mi vida. Las emociones, primero de angustia y después de gozo, han regresado una y otra vez. Tal vez, llegar a una ciudad es regresar. Y la puerta de entrada -y salida- son las estaciones.


Las estaciones (metro, autobuses, trenes o aviones) tienen una vida única y poderosa. Pero cuando tengo urgencia por llegar, sólo son un largo pasillo lleno de gente. Invariablemente llego cansada, recriminándome por cargar tanta porquería en mi mochila y con ganas de darme un baño. El tiempo que pasa entre mi llegada y sentir el agua (a veces no muy caliente) sobre mi cuerpo puede variar. Sobre todo, porque algunos arribos han sido en horarios inhumanos.


Así me pasó en Lisboa. El autobús llegó de madrugada, cuando aún estaba obscuro. Tuve que acurrucarme en una banca de cemento durante una hora o más, hasta que el metro comenzó a funcionar. De menos, la estación era subterránea y de Lisboa sólo escuchaba el viento que se colaba por las entradas sin puerta de la planta alta. Cuando dieron las seis, tomé el metro rumbo al centro de la ciudad.
Me bajé en la estación Rossio, donde una secuencia de largas escaleras eléctricas me llevó a la superficie. En aquella plaza, me recibió el amanecer. Colores rosas-anaranjados en el cielo, viento frío pero soportable, gaviotas gritando y un blancuzco sol tras un cerro coronado con un castillo. Tal vez era domingo o tal vez la gente de Lisboa no necesita madrugar. La cosa es que no había nadie en la calle.


Caminar por ciudades vacías es extraño. Por un lado, está ese consejo de mamá que tenemos las mexicanas tatuado en la cabeza: “no andes sola y mucho menos, por lugares sin gente”. Pero también está la oportunidad de apreciar la ciudad tranquila, sin esa dosis de locura que le da la gente y su ruido.


Nunca he planeado estar a solas con la ciudad. Simplemente ha pasado. Entonces bajo mi mochila y me siento sobre ella para cerrar los ojos y respirar. ¿A que suena una ciudad sin gente? A pájaros y viento. Trenes recorriendo vías. Autobuses que no tienen oportunidad de parar. Periódicos arrastrándose por las calles y a lonas aplaudiendo por el viento.


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La Ciudad no existe sin su gente y yo me siento cómoda entre ellos. Son los que saludan o regañan. Quienes la visten de colores y sonidos. Como resultado, la personalidad de cada ciudad es única. Aunque todas las ciudades son caóticas, cada una manifiesta y reacciona a este caos de manera diferente. En la Ciudad de México, venden comida en el periférico. En Madrid los bares están llenos de servilletas en el piso. En Buenos Aires, siempre hay tiempo para los piropos. En Roma, hay motos asesinas. No sé si la costumbre refuerza los estereotipos o vemos lo que esperamos ver. Tal vez haya algo de los dos.


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Si la gente y la ciudad son uno, la mejor manera de conocer una ciudad es bajo la guía de alguien que la habita. Pero no cualquier persona. Debe ser alguien que la ame y la conozca. Que te sepa llevar por su historia y te aleje del mapa de turismo. En Roma conocí a Julio César, un mexicano que estudiaba Derecho Romano. Hablando de ironías y estereotipos. Una prima segunda, a quien no he visto más de diez veces en mi vida, me dio asilo en el cuarto de sus niños. Como su vida no iba a detenerse por mi visita, me indicó rayando un mapa, los lugares que debería visitar. Ya había anochecido aquel día y caminaba rumbo a la ruta del autobús que me regresaría a su casa. La encontré caminando en sentido contrario y me arrastró a una exposición fotográfica en la embajada de México. Las fotos eran de Casasola, ese gran fotógrafo de la Revolución Mexicana y los años que le siguieron. El lugar estaba repleto de mexicanos; algunos famosos políticos y muchos metiches y gorrones de canapés y vino tinto. Ahí conocí a Julio César y al ver la pasión con la que hablaba de Trastevere, le pregunté si estaba dispuesto a darme un tour. Quedamos al día siguiente, en el puente que está sobre el Tíber.


Julio César llegó agitado y con libros de su escuela en el brazo. El frío había cedido un poco. Aunque ya había recorrido ese museo callejero que es Roma, hacerlo a su lado me hizo disfrutarla aún más. Julio César me explicó, que la Roma que pisamos, en realidad son muchas ciudades. Los siglos se amontonan en el piso y las excavaciones nos muestran edificios con siglos de diferencia. Caminar por sus calles es caminar por el tiempo. El Foro Romano, del siglo VIII a.C. Las columnas de lo que fueron los templos de Júpiter y Saturno, del siglo V a.C. Julio César me mostró las ruinas de un edificio destruido; eran departamentos de la gente que habitaba durante la época de Cristo. Las ruinas podrían considerarse insignificantes, pero el saber cómo vivía la gente de entonces me emocionó. Del siglo I d.C el impresionante y fotografiado Coliseo Romano, salvado de la destrucción por algún Papa. Roma sobrevivió a los saqueos y abandonos de la edad media para renacer con el triunfo del Papado.


No cabe duda que Roma tiene bien ganado el título de ciudad eterna. Sus gatos en las ruinas, su deliciosa comida y la gente histérica son para mí. Pero la sangre llama y me doy cuenta que Roma no es LA Ciudad.


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