Cuando la gente sabe que me fui
de viaje a Europa, me preguntan emocionados
¿Y qué tal te fue? ¡Padrísimo todo!, ¿verdad? Sobre todo aquellos que
saben que alguna vez viví –y adoré- a Madrid, suponen que me puse como loca, que
lloré tirada en el piso de la Plaza Mayor abrazada de una pata de jamón. Entonces saco mi pata vendada y empiezo mi
cantaleta de “bien pero el esguince blablablá y me duele blablablá y fue en
Barcelona blablablá”
Por supuesto que el mal de ojo
-ficticio o no-, no tiene nada que ver con mi esguince en el tobillo. Me provoqué el esguince por pendeja. No me caí, no metí la pata donde no y tampoco
estuve jugando el juego ese donde pones los pies y las manos en un tapete con
círculos de colores y un como reloj te dice dónde poner cada extremidad.
No llevé los tenis adecuados, eso
pasó. Usar converse de cuadritos rojos y
blancos es casi igual a usar chanclas de 22 pesos. Me sacaron ampollas, pero no me los
quité. Me recorrían la calceta guanga y
lastimaba el talón, pero no me los quité.
Tuve que quedar inmovilizada y chillar en un autobús de Barcelona a San
Sebastián para aceptar que necesitaba tenis chidos.
Aún no sabía que era un
esguince. Sólo me sentía asustada y
deprimida. Y más cuando me encerré un
día completo y mi tobillo no mejoró nada.
A ratos, parecía empeorar. Cuando
caminaba, mi pie izquierdo estaba chueco, como si pisara un pavimento que
estuviera empinado en vertical. Me tuve
que resignar a casi no caminar.
Ya estábamos en Madrid y no podía
creer que me estuviera jodiendo el viaje por una pendejada. Sentía la
frustración en el estómago. Era como si mi
tobillo tuviera un veneno que se esparcía hasta mi cabeza. Madrid ya no era
mío. Madrid me hartaba y sofocaba. No
era más que una turista jamaicona de esas que tanto me cagan.
Por eso escribo esto. Tal vez así pueda atrapar mis demonios y aporrearlos.
***
Estábamos en Lavapiés. Era la segunda vez que bajábamos a ver si
estaba abierto un bar en el que vendían zapatillas (como lonches de lacón con
queso manchego derretido). Cerrado otra
vez. Ése lugar solía ser de mis lugares
favoritos para cenar. En mi urgencia por
hacer pipí, nos metimos a un bar que está justo enfrente, pedimos cerveza y un
litro de sangría. El vino endulzado con
fruta ya se me había subido a la cabeza cuando se comenzó a escuchar Peces de
Ciudad, de Joaquín Sabina.
En Comala comprendí / que al
lugar donde has sido feliz / no debieras tratar de volver / Cuando en vuelo
regular / pisé el cielo de Madrid / me esperaba una recién casada / que no se
acordaba de mí.
Después pusieron a Amaral, Bebe y
otros más que escuché una y otra vez durante ese año que viví en Madrid. Montonal de imágenes de aquellos tiempos me
comenzaron a llegar. Antes, era de ahí; ahora, soy una pinche turista más con
una pata inservible. Y para recordarme mi
condición de turista estaba Lina, mi exroomate, que jodía con que mis nalgas
habían crecido, que no tenía el pelo rojo y hablaba en mexicano.
***
Empiezo a pensar que Madrid, ese
ex novio del que no entendía qué chingados le había visto, seguía igual. El que tenga algunos bares cerrados o hayan
cambiado el menú de algún lugar o hayan quitado al Tío Pepe no lo hacen menos
genial.
La que cambió, fui yo. La que fue tan idiota para pensar que se
sentiría igual, fui yo. Durante mucho
tiempo lo extrañé. Pero la distancia y
mi nueva forma de ser y de vivir me hicieron guardarlo en un cajón. Viajé a otros lados, escribí otras cosas,
conocí más gente. Entonces, hace algunos
meses, supuse que era tiempo de volver.
Volver acompañada y por fin, caminar por las Vistillas del brazo de
alguien a quien amo. Compartirle mi Fnac
y mis cañas de un euro.
Me parece que en las relaciones
con las ciudades pasa lo mismo que en las relaciones con las personas: si te
alejas (el motivo es lo de menos), de nada sirve volverse a ver. Idolatrar lo que fue es realismo mágico. Se
camina sobre lo que vivido y si dejas joderte por esguinces en las patas o en
el cerebro, es tu pedo y de nadie más.