domingo, 29 de julio de 2012

Fui a ver a Madrid y me dijeron que ahí no era


Cuando la gente sabe que me fui de viaje a Europa, me preguntan emocionados  ¿Y qué tal te fue? ¡Padrísimo todo!, ¿verdad? Sobre todo aquellos que saben que alguna vez viví –y adoré- a Madrid, suponen que me puse como loca, que lloré tirada en el piso de la Plaza Mayor abrazada de una pata de jamón.  Entonces saco mi pata vendada y empiezo mi cantaleta de “bien pero el esguince blablablá y me duele blablablá y fue en Barcelona blablablá”

Por supuesto que el mal de ojo -ficticio o no-, no tiene nada que ver con mi esguince en el tobillo.  Me provoqué el esguince por pendeja.  No me caí, no metí la pata donde no y tampoco estuve jugando el juego ese donde pones los pies y las manos en un tapete con círculos de colores y un como reloj te dice dónde poner cada extremidad. 

No llevé los tenis adecuados, eso pasó.  Usar converse de cuadritos rojos y blancos es casi igual a usar chanclas de 22 pesos.  Me sacaron ampollas, pero no me los quité.  Me recorrían la calceta guanga y lastimaba el talón, pero no me los quité.  Tuve que quedar inmovilizada y chillar en un autobús de Barcelona a San Sebastián para aceptar que necesitaba tenis chidos. 

Aún no sabía que era un esguince.  Sólo me sentía asustada y deprimida.  Y más cuando me encerré un día completo y mi tobillo no mejoró nada.  A ratos, parecía empeorar.  Cuando caminaba, mi pie izquierdo estaba chueco, como si pisara un pavimento que estuviera empinado en vertical.  Me tuve que resignar a casi no caminar.

Ya estábamos en Madrid y no podía creer que me estuviera jodiendo el viaje por una pendejada. Sentía la frustración en el estómago.  Era como si mi tobillo tuviera un veneno que se esparcía hasta mi cabeza. Madrid ya no era mío. Madrid me hartaba y sofocaba.  No era más que una turista jamaicona de esas que tanto me cagan.

Por eso escribo esto.  Tal vez así pueda atrapar mis demonios y aporrearlos. 

***

Estábamos en Lavapiés.  Era la segunda vez que bajábamos a ver si estaba abierto un bar en el que vendían zapatillas (como lonches de lacón con queso manchego derretido).  Cerrado otra vez.  Ése lugar solía ser de mis lugares favoritos para cenar.  En mi urgencia por hacer pipí, nos metimos a un bar que está justo enfrente, pedimos cerveza y un litro de sangría.  El vino endulzado con fruta ya se me había subido a la cabeza cuando se comenzó a escuchar Peces de Ciudad, de Joaquín Sabina.


En Comala comprendí / que al lugar donde has sido feliz / no debieras tratar de volver / Cuando en vuelo regular / pisé el cielo de Madrid / me esperaba una recién casada / que no se acordaba de mí.

Después pusieron a Amaral, Bebe y otros más que escuché una y otra vez durante ese año que viví en Madrid.  Montonal de imágenes de aquellos tiempos me comenzaron a llegar. Antes, era de ahí; ahora, soy una pinche turista más con una pata inservible.  Y para recordarme mi condición de turista estaba Lina, mi exroomate, que jodía con que mis nalgas habían crecido, que no tenía el pelo rojo y hablaba en mexicano.

***

Empiezo a pensar que Madrid, ese ex novio del que no entendía qué chingados le había visto, seguía igual.  El que tenga algunos bares cerrados o hayan cambiado el menú de algún lugar o hayan quitado al Tío Pepe no lo hacen menos genial.

La que cambió, fui yo.  La que fue tan idiota para pensar que se sentiría igual, fui yo.  Durante mucho tiempo lo extrañé.  Pero la distancia y mi nueva forma de ser y de vivir me hicieron guardarlo en un cajón.  Viajé a otros lados, escribí otras cosas, conocí más gente.  Entonces, hace algunos meses, supuse que era tiempo de volver.  Volver acompañada y por fin, caminar por las Vistillas del brazo de alguien a quien amo.  Compartirle mi Fnac y mis cañas de un euro.

Me parece que en las relaciones con las ciudades pasa lo mismo que en las relaciones con las personas: si te alejas (el motivo es lo de menos), de nada sirve volverse a ver.  Idolatrar lo que fue es realismo mágico. Se camina sobre lo que vivido y si dejas joderte por esguinces en las patas o en el cerebro, es tu pedo y de nadie más.

martes, 24 de julio de 2012

En Madrid, una gitana me echó mal de ojo porque no le acepté una ramita y a los pocos días me esguincé el tobillo


Ahí estábamos, en un Sol sin su Tío Pepe (chingatumadreApple) ni indignados del 15M, pero con un montón de calor.  El día anterior, los gachupines nos habían dejado entrar por el aeropuerto de Barajas sin siquiera mirar los miles de euros que traíamos o las escrituras de mis propiedades en México.  Apenas dos días antes de nuestra partida, el gobierno español aceptó, en un ataque de amistad y fraternidad *cofputitoscof*, que los mexicanitos podíamos visitarlos sin carta de invitación.  Y yo, que traje un jarabe tapatío en los intestinos durante los días previos, casi me sentí decepcionada de que nos dejaran entrar y que además, nos desearan “buenas vacaciones”.

Como dije, mi Maridaje y yo estábamos en Sol y recién nos habíamos perdido por la Calle Mayor ya que hicieron peatonal a la calle Arenal y me destanteé al no encontrar el antro Joy.  Y yo, que solía pedir dinero y hacer pipí en esas esquinas estaba inconsolable: no sólo me quitaron al Tío Pepe (chingatumadreApple) y movieron al Oso, también le quitaron lo orgásmico al Chocolate San Ginés.
Madrileñas que nada tienen que ver con el texto pero que buscan tener su atención

Madrid, ese Madrid que tiene un propio blog, no existía más.  Desde el primer día me di cuenta, pero me negaba a aceptarlo.  No importó que a las cuatro cervezas recuperara mi hablar en tiempo compuesto.  Que se me saliera una lagrimita al saborear un jamón ibérico.  Que viera a sus viejitos al sol y las morras enseñando nalga. Que la misma voz me advirtiera en el metro “estación en curva, al salir, tenga cuidado de no introducir el pie entre coche y andén”.  Madrid se había convertido en ese ex novio al que vuelves a ver unos años después y te preguntas: ¿Qué chingados le vi?

Anyway: Íbamos caminando por el McRoñas de Sol  cuando una gitana me ofreció una ramita y ya tenía mis dedos índice y gordo tomando la ramita cuando de golpe, recordé: fue el día que cumplí 30 años.  Trabajaba en la calle junto a mis amigas.  Me habían regalado una falda larga y azul. Abrazadas de los hombros, cantábamos en la calle alguna estupidez como “búscate un hombre que te quiera, que te tenga llenita la nevera” y en cuanto veíamos un chico guapo pasar, nos parábamos frente a él y le ofrecíamos la salvación de su alma mediante el apadrinamiento de un chamaco del tercer mundo.  Sí, yo trabajaba como esos, pero los de ACNUR son unos salvajes, le dije a mi Maridaje cuando un chico se nos acercó y nos ofreció la salvación de nuestra alma en pro de los desplazados por las guerras.  Como estaba diciendo: cumplía 30 años y por andar cantando en la pendeja, una gitana me ofreció una ramita de la suerte y yo se la acepté.  Acto seguido me pidió dinero, porque todo mundo sabe que la suerte se paga y no acepta ramitas de vuelta.  Y como quitarse de encima a una gitana es inviable, le tuve que soltar unas monedas. 

Perrito lindo que pongo porque este es mi pinche blog

Por eso, en Sol frente al McRoñas, mi dedo índice no se juntó al gordo y no tomé la ramita.  Mi Maridaje, que desconoce las fluctuaciones de la suerte y que no alcanzó a ver (el pobre tiene un ojo virolo) me preguntó ¿Qué pasó? Me iba a dar una ramita y como no se la acepté, me lanzó una maldición, le dije.  Reímos ante la expectativa de estar malditos, besados por el chamuco y de morir quemados al visitar la Almudena.  Yo reí más, porque la verdad no vi que me maldijera, inventé todo el asunto y él se está enterando justo cuando lee esto con su ojo no-virolo.

Pero lo del esguince en el tobillo es real.  Demasiado pinche real. Me duele hasta escribirlo. FIN.