Me despertó uno de mis ronquidos. Volteé hacia arriba con los ojos
entreabiertos. El sol de la mañana me deslumbraba. Vi que mi Maridaje también
dormía, a pesar de estar sentado y que sus muslos eran mi almohada. Esa banca del parque fue nuestra cama durante
algunas horas, en la que nos resignamos a esperar que San Sebastián (Donostia
en vasco) despertara. El plan inicial
era irnos a dormir a la playa, pero la noche anterior había estado lloviendo y
nuestras toallas de viajero eran pequeñas y delgadas.
Vista desde mi hotel-plaza
Casi eran las nueve de la mañana y la plaza seguía
vacía. Un indigente (¿recién indigente?)
dormía en otra banca. La chica del
perrito que lo sacaba a pasear. Y más
allá, en la playa los había gente corriendo y los más extremos, nadaban. San Sebastián está al norte de España y tiene
una playa en el Atlántico. Friísima, aunque
estuviéramos en verano.
A pesar de la crisis, los españoles siguen despertándose
tarde. El tradicional desayuno de
bollito y café cortado garantiza, incluso a los cocineros, el santo derecho a
dormir. No hay comercios o museos
abiertos y para los recién aventados del autobús y sin derecho a cama hasta
medio día; lo único que queda es esperar.
Así que esperamos… en una biblioteca.
Junto a nuestra plaza-hotel, había una biblioteca. Y, ¡abría a las 8:30! La biblioteca estaba
cálida y tenía una maquinita de café a 50 céntimos. Una jovenzuela trabajaba en su Mac
aprovechando el WIFI gratis. Rucos con facha de homeless usaban enormes audífonos y veían películas en
televisiones. Como yo estaba desvelada
(y coja), agarré un comic de delincuentes catalanes que está de puta
madre: Jazz y Maynard. Después me
dormí. Gran biblioteca / centro
cultural / lugar para dormir, snif.
A mediodía, cojeé hasta el hostal
donde la dueña por fin nos dejó entrar a la habitación. La Doña era todo un personaje: en sus
sesentas, las carnes le saltaban de los pantalones, las axilas y la blusa que
estaba apenas abrochada y enseñaba las chichotas bailando. Tenía el rímel negro desparramado por los
cachetes. Apestaba a sudor y alcohol.
Pero ella no se daba cuenta de su mal estado. Gritaba y se comunicaba con los extranjeros a
través de huéspedes/intérpretes a los que les ordenaba “dile que dile que”. Sabía que era la dueña del lugar y por eso
todos nos debíamos de aguantar. Ruleaba
la doña.
Ya con los chones limpios, fuimos
a lo que nos truje: a tragar. Hoy veo las fotos y pienso que me quiero morir en
San Sebastián. Que me encuentren tirada en la playa y la autopsia revele:
envenenamiento por exceso de comida.
Plaza de la constitución
Con la sabiduría de mi viaje
anterior, reservé un hostal en el centro viejo de la ciudad. La parte más bonita, con sus calles angostas
y libres de coches. Donde 8 de cada 10
negocios, son lugares de pinxtos, la versión vasca (y mejorada) de las
tapas. Cada bar tiene sus propias
recetas y personalidad. De hongos apenas
condimentados hasta gelatinas de foie-algo adornada con un caramelo de
nosequé. Los pintxos juegan con las
combinaciones dulce/salado, fruta/pescado, huevo/carne, verdura/salsas. ¿El
resultado? Un estómago retacado y oraciones al dios Baco para que permita comer
más sin vomitar.
Conforme avanza el día, los bares
se van llenando de gente. Por la noche,
la gente sale a las callesitas o terrazas y los decibeles van subiendo. Como en toda España, pocos lugares tienen
mesas y sillas. Comes de pie, dos o tres
tapas por lugar, tiras las servilletas al suelo y sales a buscar otro bar.
(Tip: pidan cerveza pequeña de lo contrario, utilizarán su espacio vital con
agua). Los donostiarras deben ser gente muy feliz. Al menos, los que nos atendieron son
encantadores. Y cómo no ser feliz si se
vive en una ciudad tan hermosa y obsesionada con la tragadera.
Como ya estoy vieja y soy
pueblerina, de verdad me encantaría morirme en San Sebastián. O al menos, vivir una temporada. Conocer más de la cultura vasca, entender qué
tanto de su idioma tiene que ver en su personalidad, si son tan mestizos como
nosotros, acosar estrellas hollywoodenses en su festival… a quien engaño, sólo
quiero comer pinxtos.
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